RENATO
Renato era el empleado-hijo de Sinhanna. Conocía todas las mañas de la Hacienda. De confianza. Mulato bueno, traía en los ojos y en la voz la amargura dulcificada de los antepasados, tal vez. Cuidaba de nosotros con ese cariño rudo, que solo los campesinos saben ofrecer.
Muy temprano a la mañana era seguro encontrarlo en el corral, recogiendo la leche del día mientras conversaba con las vacas con la intimidad que se concede a los viejos conocidos. A mi me gustaba el corral a esa hora, no tanto por el olor predominante de abono reciente o por los mugidos que se mezclaban con la neblina matutina como por el placer de tomar una jarra de leche espumosa, caliente, recién ordeñada. Eso cuando Renato no permitía – y lo hacía siempre que queríamos – que nos colocásemos debajo de una u otra vaca menos arisca y con la boca abierta bebiésemos la leche que sería destinada al balde. Y cuantas veces él, por pura pillería, no equivocó a propósito la dirección del chorro blanco, pintándonos el rostro de leche. ¡ Y reíamos juntos!
¡Buen mulato! Cuando Sinhana lo llamaba, no importaba donde estuviera o lo que estuviera haciendo. Acudía ligero. Tenía alas de lealtad.
EL RÍO
El río quedaba cerca del caserón y no menos distante de nuestros deseos. Y miedos. Sí, al menos me asustaba. Era grande, barroso y vivía murmurando. Tal vez porque fuese viejo y guardase historias no todas buenas.
Acostumbraba a recorrer su margen, piedras aquí, playas allí, barro hondo más allá. Era fuerte, el Paraíba. Imponía respeto. Rebosante de peces y de peligros. Pero me atraía irresistiblemente, como si Moema (*) me estuviera llamando….
Y yo iba. De piedra en piedra, buscaba un lugar donde solo pudiera oír su voz. No entendía lo que decía, pero podía comprender sus sentimientos, Y permanecía sentado, distante del mundo, el viento agitando mis cabellos, contemplando como la espuma formaba imágenes extrañas en los remansos y la corriente fuerte del canal cargaba la vida.
Era como si el río corriese por mis venas. Yo me sentía parte de él y escapando por los ojos encantados, me zambullía….
(*) Moema: La Diosa del Río