VIAJE
La Hacienda no era un lugar común y nada era común en la Hacienda. Todo allá me envolvía en un bucólico y misterioso bienestar. Tal vez fuese el perfume de los orígenes….
No era de gran extensión, pero parecía infinita a los ojos y pies descalzos del niño que la visitaba regularmente. No había momento más esperado que aquel en que nuestro Padre nos anunciaba: “ ¡Mañana vamos a la Hacienda de vuestra abuela”. ¡Era fiesta, excitación, ansiedad!. No dormíamos bien la noche que antecedía a la partida y siendo aún madrugada, cuando el sereno comenzaba a huir del sol que despertaba, nos trepábamos a la carrocería de la vieja camioneta, enroscados los unos con los otros como solo los hermanos pequeños saben hacer, confortables entre colchones y almohadas estratégicamente colocados por nuestro Padre. ¡Y partíamos!
Camino de tierra, parando excepcionalmente – cuando el carruaje que nos llevaba al país de los sueños presentaba algún defecto o cuando alguien tenía que regar la hierba - íbamos despertando el día con canciones infantiles como nosotros, hasta hoy recordadas.
Peleas, risas, paces, lágrimas, todo sucedía durante el viaje que parecía no acabar nunca, tal era el deseo de llegar. Y la valiente camioneta corría por entre valles somnolientos, serpenteaba con los caminos de las montañas,
Había un momento fantástico: cuando desde lo alto de una sierra avistábamos el Paraíba, que en aquel tiempo no estaba sediento de agua como en la actualidad. ¡Era fatal! Todos gritábamos en coro: “ ¡El río de la abuelita! ¡El río de la abuelita!”. Después de ese instante, todo, a nuestros ojos - que se iluminaban de querer – era de la abuela: los campos, las tranqueras – tan agradables de abrir, tan rezongonas – las vacas, los toros, los perros que nos saludaban con ladridos familiares… Y nosotros nos agitábamos aún más.
Era un dulce sufrimiento, la expectativa de alcanzar los portones de la Hacienda!
SINHANNA
(Traducción de M. Mira)
Yo la conocí ya vieja, con aquella vejez-joven de ojos azules cristalinos irradiando brillos de ardor adolescente. Cabellos de seda blanca enmarcando la piel de barro moreno que se había arrugado tal como conviene a una abuelita que parece salida de los cuentos de hadas, ni un poquito más, ni un poquito menos. ¡Era linda!
Me parece verla: sentada en la mecedora que integraba el salón de la colonial casa de la Hacienda, el vestido austero con alegres lunares azules, aires de nobleza – de la nobleza sin títulos pero que se impone naturalmente a todo y a todos los que la rodean.
Se había casado siendo aún niña y recibía al novio adulto jugando con sus muñecas. Muchos hijos y una hija: mi Madre. Conoció el fausto y la opulencia de los tiempos imperiales, vio nacer a la República de los escombros del fin de la esclavitud y envejeció junto a la hacienda-hogar, que se mantuvo viva mientras ella vivió.
Su voz resuena hasta hoy, en ecos eternos, en los laberintos de mi memoria: límpida como las aguas de las fuentes y del riachuelo que corría cerca de la casa para abrazar el Paraíba, también vecino; fuerte como el viento que parecía siempre querer doblar los cocoteros que bordeaban la ladera de la capilla, santuario de la fe de los que habitaban los alrededores.
Sus manos, que el tiempo había llenado de señales marrones, guardaban entre las arrugas cariños y ternura que me transportaban a un mundo de paz y alegría. Su regazo era un nido de incomparable refugio y calor. Tal vez mucho de eso se deba a su origen luso-africano, un poco al gran amor que siento por ella y casi todo a ella misma: ¡Anna, Sinhá Anna(*), Abuelita Sinhanna!
(*) Sinhá, en portugués, es la abreviatura popular de “Señora”, de ahí el nombre de “Sinhanna”.