(11/03/2005)

   Una Historia de Jesús

Yo era un niño, y los niños presienten la bondad en los adultos. Por eso, desde la primera vez que lo vi, sentí que era una persona buena y eso se evidenciaba en su sonrisa, su aspecto apacible.

No recuerdo haber hablado jamás con él, pero sí haberlo encontrado muchas veces en la calle. Y cada vez sonreía, al pasar. Tampoco lo vi jamás alterado, ni discutiendo ni  ofendiendo a  nadie.

Era alto, delgado, rostro marcado por las arrugas de Dios sabe qué disgustos, posibles motivos que lo llevaron a tornarse un borracho y, por eso, un paria. Era, sin embargo, un borracho que sonreía, manso, a los niños.

Se cuenta que cierta vez, un domingo de sol y ya embriagado, entró en la iglesia catedral cuando se celebraba la misa de las nueve. Esa era conocida como “la misa de los ricos”   que se podían  levantar tarde…

El padre, en el altar, desgranaba  el  habitual sermón cotidiano. Molesto por la pequeña conmoción creada por el beodo que había osado entrar en el templo, determinó que el sacristán lo expulsara.

Cuando el obediente sacristán lo estaba empujando, con firmeza, en dirección a la puerta de salida, resonaron, más fuertes que la voz del sacerdote, las palabras de protesta e indignación de Jesús:

“¡Vergüenza!, ¡Vergüenza! Quieren expulsar a Jesús  de la Iglesia!”

El  borracho Jesús fue expulsado del templo, pero nunca de mi memoria infantil, que guardó  de él el recuerdo de su sonrisa y su  mansedumbre.

 Barcelona, España.

(Traducción de M. Mira)

 
(11/03/2005)

EL HOMBRE Y EL TÍTULO

Hay hombres que se  creen  dignificados por los cargos que ocupan. A ellos sus títulos les  caen  mal,  cual desaliñados disfraces.

Hay otros hombres  que dignifican las funciones que ejercen. En ellos, los  títulos realzan  las virtudes,  los conocimientos.

De  aquellos,  su  orgullo  y  vanidad alejan a los hombres de bien.  De éstos, su humildad sin falso sentido  atrae a los hombres que cultivan la corrección de actos y el respeto a los buenos principios.

Una estrella no es una estrella porque se crea, se anuncie o se proclame estrella. Una estrella es una estrella porque es una estrella. Y su grandeza no será medida, ciertamente, por la propia creencia en el brillo que crea poseer ni por tentativas inútiles para  hacer que los otros crean que las demás estrellas brillan menos de lo que realmente brillan.

Una vela encendida en la oscura planicie parecerá un luminoso astro  y  engañará  a incautos y apresurados jueces. Hasta que una leve brisa sople… Un verdadero astro no se apagaría. Tampoco es fácil   engañar a un cuidadoso juez.

Hay hombres  que, con sus cargos y títulos,   parecen estrellas porque se creen estrellas, se anuncian como estrellas, se proclaman estrellas. Y hablan de sus inexistentes grandezas con la certeza de los locos. Pero no son estrellas. Frente a  la más leve brisa de la adversidad vacilan, temblorosos. Ante una mirada cuidadosa revelan lo que realmente son: diminutas velas en la planicie oscura.

Ni la estrella ni el Hombre necesitan títulos de grandeza. Esos solo se justifican en las verdaderas estrellas, en los verdaderos Hombres, para quienes el Honor y el propio nombre son los títulos mayores.

(Bangkok, Tailandia, 1.2.1989) 

(Traducción de M. Mira)

 
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