(13/07/1976)

 TIERRA- GENTE

Ciertas personas tienen un poder extraño: ejercen una influencia tan grande sobre todo y todos a su alrededor que el propio lugar donde viven pasa a ser una extensión de ellas, como si dependiera  de la vida que lo anima. Era el caso de Sinhanna.

La  Hacienda de Santanna  respiraba por sus pulmones y veía por sus ojos, hablaba por sus labios y cuando ella realmente envejeció, con esa vejez-vieja de ojos sin brillo, la Hacienda – con todo su cuerpo hecho de árboles, caserón, capilla, pabellón, arroyo, pomar, corral, mangueira, bambuzal -  toda envejeció también, se fue quedando ciega, se fue quedando muda…. Lealtad de la tierra humanizada, la tierra-persona., la tierra-gente.

Cuando Sinhanna murió, el espíritu de la Hacienda abandonó su cuerpo… Y hoy solo quedan ruinas. Hasta  incluso el Paraíba - aunque por otras razones, es cierto-  se está muriendo.

Y quien vaya al lugar donde un día vivieron Sinhanna y su Hacienda – y donde hoy habita la muerte – ciertamente  oirá al viejo río murmurando historias  barrosas, guardadas en sus  profundidades…

Y tal vez escuche risas cristalinas junto a la higuera que  consideraban embrujada. Que no se asuste, pues es mi alma de niño guardando las ruinas del país de los sueños de mi infancia.

                                 (Dacca, Bangladesh, 13.7.1976)

 
(10/12/2012)

LA HIGUERA

Toda Hacienda que se precie tiene una higuera embrujada. Y la de Santana se preciaba mucho. Así que la higuera, con su grueso tronco, guardaba -  cual centinela secular – el portón de entrada.

Antigua, nunca nadie dijo cuanto, pues la memoria de varias generaciones es mucho menor que la de un árbol. Ya estaría allí, esperando, antes de que los primeros humanos se acercasen. Esperando para volverse embrujada por los hombres, como corresponde a una buena higuera.

Verdad o no,  el hecho es que una cruz de madera había sido colocada – tampoco nadie sabía cuando – en su tronco, lo suficientemente alto como para ser intocable. Decían que era para ahuyentar a las almas en pena. O, por lo menos, consolarlas.

Y era allí, sentados en las piedras  enmarcadas por las raíces, rodeados de sapos, grillos y píos de lechuza, que nos reuníamos para oír y repetir relatos de mulas sin cabeza, mano pelada, brujerías que excitaban nuestras mentes infantiles y poblaban frecuentemente nuestros sueños, haciéndonos caminar ligeros, apiñados, los ojos alertas hacia todas las sombras de la noche, cuando  regresábamos al caserón.

Y la higuera quedaba allí. Con sus almas en pena. Con su cruz…